Exposició de l’artista guanyador del LXXV PREMI CENTELLES de pintura
Del 16 de juny al 29 de juliol de 2018
Inauguració: dissabte 16 de juny a les 19h
Visita guiada per l’artista: diumenge 1 de juliol a les 12h
Taula rodona: “Memòria i pintura”
dissabte 14 de juliol a les 18:30h,
conduïda per Carles Duarte (poeta i president del CoNCA)
i amb la presència de les artistes: Andrea Leria i Eva Agasa
Exhumar recuerdos
Pedro Medina
La escena de la memoria
“Hay que
pensar la vida como huella antes de determinar el ser como presencia”. Con
estas palabras el Derrida más freudiano daba paso a una vasta reflexión sobre
la memoria y su representación, el lugar donde las vidas se acumulan como sedimentos
de un pasado común, improntas de una realidad que no puede entenderse más que
como algo lábil, impreciso, engañadizo y siempre en transformación, como si el
recuerdo nunca pudiera estabilizarse.
En efecto, Lo que no se dice vive de la exhumación
de los recuerdos, un traer a la memoria que es consciente de la falta de
fiabilidad de toda rememoración. En esta línea, en La invención de la soledad Paul Auster
reivindicaba dos sentidos de la palabra “memoria”: como un catalizador para recordar su propia vida
y como una estructura artificial para ordenar el pasado histórico. En cualquiera
de los dos, no cabe objetividad alguna o pretensión de verdad.
Convencido de ello, una pregunta persiste en el
quehacer artístico de Javier Erre: ¿es posible recordar si
la amenaza de la desconfianza siempre está al acecho? Esta inquietud sedimenta
la identidad entre memoria y su representación, siendo la obra el espacio donde
todo acaece una segunda vez para estructurar las vivencias pretéritas; o más
bien para dar testimonio de un viaje vital desde la infancia, es decir, se
trata de un ejercicio de reconstrucción de la memoria ligado a la familia.
Pero
esta no pertenece únicamente al ámbito de la intimidad, sino que viene
considerada como un archivo abierto a la memoria colectiva, a la que reclama
bajo el marco de una pérdida y de un sentido dramático. Sin la gravedad de otros
autores como Christian Boltanski, Javier Erre se asoma, sin embargo, al pasado
como lugar trágico, inquietante, podríamos decir incluso unheimlich, en clave freudiana.
No hay
que olvidar que, para Freud, la memoria es la esencia misma de lo psíquico, de
ahí que estuviera cuatro décadas buscando una imagen que explicara cómo
funciona. Ese modelo lo encontró finalmente en el Wunderblock, un cuaderno maravilloso que contempla la posibilidad
de un inconsciente grabado en una plancha de cera sobre la que se posan las
hojas de la memoria inmediata, lo que posibilita un infinito remitir al pasado
y la estratificación de nuestra identidad. Pero más allá de este modelo, este
nos remite a las tres analogías kantianas de la experiencia: permanencia,
sucesión y simultaneidad, estableciendo un nuevo tiempo de la representación y
una explicación a ese recuerdo inestable, que, como una sombra, se proyecta
sobre el razonamiento presente.
En
brazos del tiempo y del espectador Lo que no se dice
describe un itinerario a través de una huella
que pretende ser neutra, probablemente inversa a la de Lévinas, quien la entendía
como ese “pasado que no ha sido presente”, si bien a ambas concepciones las
hermana el enigma de una alteridad en continua búsqueda. Ahora podemos hablar
de un “interior con vistas”, donde espacio y memoria personal conviven para
mostrar lo propio del alma, pero consciente de un hecho: apreciar la magnitud
del espacio que habitamos solamente es posible si percibimos la importancia de
su eco.
La pintura como medio
Si bien
el Derrida fascinado por Freud nos invita a la escena de la escritura, Javier
Erre, en cambio, ha elegido la pintura como lenguaje, estableciendo dos
premisas de partida: un interés por la figuración contemporánea para explorar
la narración desde la pintura, lo que nos remite a una concepción de la pintura
como campo de exploración; y la distorsión como instrumento, para transmitir la
citada inconsistencia de la memoria.
Su
discurso cobra vida entonces como relato, cuestión, nunca reconciliación. Canto y llanto penetran la realidad fragmentada
mientras se plantea sin agresividad el abismo de la patología de la identidad
contemporánea ligada ahora a todo lo que procede de la infancia. Ello no
significa naufragio alguno de la existencia, sino la profundidad que reside en
su inestabilidad, en la promesa de un sentido que quizás se halle en el
encuentro con el otro, en su exponerse a ser confrontado con diversos
recuerdos, que aun compartiendo lugar y momento con los propios, albergan el
peligro de sucesivas distorsiones de aquello que se pensaba establecido en el
pasado.
Se configura pues una historia que nos adentra en el
recuerdo a través de un periplo preciso: se inicia con la repetición de una
misma imagen, un cuaderno de notas que no es el de Freud, sino el de su
infancia, pero que alberga igualmente tantas improntas, partiendo de él hacia el
crecimiento de las experiencias que conforman su mundo. Familia y sociedad se
convierten así en los siguientes estadios de una relación con un universo de
complejidad creciente, desde el que preguntarse qué
queda y qué no volverá a ser igual, qué nos pertenece y qué es el eco de un
momento perdido.
Aparece
entonces una belleza extraordinaria dominada por una condición tan natural como
a veces desoladora: estar siempre a la intemperie, porque somos tiempo y
vivimos expuestos a él. Y ello convierte el gesto artístico en un esfuerzo
orientado a superar esta intemperie, aunque perviva la sospecha de no poder
satisfacer nunca este deseo.
De
esta forma, las seguridades no tienen lugar, y la ilusión se convierte en esa
perplejidad de Maimónides que, lejos de paralizarnos, es la que destierra todo apoltronamiento
para iluminarnos, porque el no entender el mundo –en primer lugar el nuestro
más inmediato–, nos lleva a hacernos preguntas para ahondar en el conocimiento
de nuestro entorno, asumiendo los necesarios contrastes que aparecen en el
encuentro con el “otro”.
Para
mostrarlo, Javier Erre acude a la pintura a través de la fotografía, como un
camino que intenta comprender la gramática del scanner. Desde este
acercamiento, concibe la fotografía como imagen cerrada y la pintura como
versión que abre posibilidades. En especial, le permite enfatizar ideas como la
vulnerabilidad y la mutabilidad de personas e instantes, fenómeno que logra
gracias a un tropo visual, la distorsión, con el que logra una expresividad
construida en función del tema que da pie a la serie: la memoria desde lo
individual como algo que continuamente se está reelaborando.
Esas
fotografías, que eran imágenes de un archivo personal y parte de la
construcción social de su identidad, son presentadas ahora deformadas,
duplicadas, maleadas por el desasosiego, incluso el trauma. Esto lo hace
manifiesto este recurso visual, que viene reforzado a su vez por otro: la
repetición como instrumento útil para marcar una obsesión y el vínculo de todas
las obras entre sí.
De
esta manera, la figuración tratada con maestría no es en ningún caso búsqueda
de la veracidad de la representación, sino que cobra sentido en el momento que
es revelada a otros, un camino que no puede amparar ningún tipo de unicidad. En
efecto, lo que cuenta es el viaje al pasado, pero lo que verdaderamente tiene
importancia su operatividad en el presente, puesto que su finalidad principal
es plantear esta exposición como reflexión compartida y nunca como biografía
aislada.
Como
sedimentos, las fases de la vida del artista y los cambios formales ligados a
la expresión de las mismas habitan ahora cada estancia, generando una unidad
como la de toda existencia: un conjunto de fragmentos diversos, restos
mnémicos, que constituyen un recorrido común. Emerge
así la iluminadora distancia de una identidad que se aleja de promesas de seguridad
para entregarse a inciertas complicidades, porque cada obra es la cepa de su
familia, pero también puede alojar una herida en la
historia.
El
acto de pintar es, en suma, un acto de memoria compartida, un modo de existir
en un mundo que no puede ser más que una infinita red de elementos que
solamente cobran significado en su interrelación, a pesar de las opacidades, a
pesar de las incertidumbres, gracias esencialmente a que emerge una moral de la
forma como asunción de la inestabilidad del recuerdo vivido, como elección de
conciencia, nunca de eficacia. La pintura se convierte así en un modo de
conocimiento más que de comunicación; como diría Joan Hernández Pijuan: “una
forma de aprendizaje continuo en el que la duda está siempre presente”.
Profundizar en el
medio, abordar la infancia como gesto de rebeldía frente a al beneplácito de la
historia, tiene como consecuencia un atlas de imágenes que reconfigura el
espacio del recuerdo, lo redistribuye y, más que orientarlo, le promete otras
derivas, dislocando aquello que pensábamos establecido, pero reuniendo las
partes de aquello que antes separaban fronteras.
Web de l'artista - http://www.javiererre.com/